¡Ay de mí si no respiro,
si no me alimento,
si no quiero con locura!
Si no vibro
con el júbilo del hermano.
¡Ay de mí
si no tiemblo ante su dolor.
Si no abro los oídos
para dejarme transformar
por tu palabra,
y no abro la boca
para gritar
una pregunta de fe;
un veredicto de amistad;
una promesa de curación;
una canción de justicia.
¡Ay de mí si no abro las manos,
liberadas al fin de piedras
y cadenas,
para dar, en ellas,
calor, afecto y abrazo.
¡Ay de mí
no por miedo
o por amenaza,
sino porque, no amando
a tu manera,
no habré vivido!
Mas si, en mi debilidad,
te dejo ser atalaya,
no habrá lamento,
derrota ni queja,
habrá esperanza.
(José María R. Olaizola, sj)
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